A San Serapio durante la Pandemia

Cercanos al Día de San Serapio, mártir mercedario patrono de los enfermos y afligidos, nos unimos en oración desde distintos lugares del país, pidiendo especialmente por la salud y la paz para nuestro Pueblo.

Hoy Patricia Guerra, Licenciada en Letras y gran poetisa tucumana,  nos acerca una reflexión desde su Don de la palabra, y el propio  testimonio de transitar el Covid confiada en “El Señor de la Vida”.

Sin duda estamos viviendo como humanidad un tiempo que para nosotros es inédito, extraño, desconocido. Algo que nos ha llevado a reformular nuestra forma de vida y nos ha privado de lo más valioso que tenemos los seres humanos: los afectos, la cercanía con los que a amamos, familiares, amigos… Nos abstenemos del abrazo, del beso, de la caricia. También estamos privados de los encuentros tan necesarios: cumpleaños, funerales, comuniones, misas…

En Semana Santa nos conmovió profundamente ver al Santo Padre orando en soledad, aquel día lluvioso, en ese gesto paterno de amor, de humildad, de  obediencia, de servicio, de amor. De aceptación de esta dolorosa realidad: somos frágiles, humanos, estamos sujetos a la enfermedad y a la muerte.

Esta verdad que todos conocemos suele ser olvidada, alejada de nuestro cotidiano vivir y muchas veces vivimos como si no lo supiéramos. El orgullo, la falta de perdón, el valorar más las cosas que las personas, el descuidar los afectos, la omnipotencia de pretender que las circunstancias se adapten a nuestros deseos y no al revés, la pretensión de de que los demás sean como nosotros pensamos que deberían ser… sin darnos cuenta de lo imprescindibles que somos los unos para los otros… la negación o renegación de la Cruz.

Todo esto nos aqueja desde siempre, la pandemia, en este sentido, vino a develar actitudes que nos afligen hace tiempo y no nos dábamos cuenta. Pero además nos puso cara a cara, como frente a un espejo, ante la cercanía de la enfermedad y la muerte. Misterioso efecto colateral este que, nos remite inevitablemente a Dios. Porque, como dice San Pablo en su carta a los Corintios «…en parte conocemos» y «… nuestra ciencia es limitada…». Sobre esta enfermedad, lo que conocemos es muy poco. Creo que es este tiempo muchas personas se acordaron de Dios y se acercaron a él al toparse con su temor y su impotencia. Lo han redescubierto como Padre, como sanador, como el Señor de la vida. Y todos, de un modo u otro, tuvimos que aceptar la Cruz de la enfermedad propia o de las personas cercanas y queridas. E incluso su muerte.

Jesús, ante la enfermedad, se nos muestra lleno de misericordia, sana, libera, restituye no sólo la salud sino la alegría, la dignidad de las personas, las reintegra al resto de la comunidad. Y nosotros hoy, con nuestros tapa bocas y barbijos, nuestros desinfectantes y nuestras precauciones de todo tipo, estamos apartados de los demás, como aquellos leprosos o endemoniados de los que leemos en el  Evangelio. Por eso, desde el fondo de nuestro corazón gritamos: «Jesús, Hijo  de David, ten compasión de mí»… de nosotros. Nos acercamos a él pensando: «con sólo tocar la orilla de su manto quedaré curada». Repetimos en nuestro interior: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme»… «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto»…

También buscamos responsables o «culpables», como quien dice: «¿Quién pecó, éste o sus padres para que él naciera ciego?» Y siempre buscamos explicaciones ante lo que no podemos entender: «¿Dónde se contagió? ¿Habrá sido negligente? ¿Por qué este murió o está grave, y aquel tuvo Covid y ni síntomas tuvo?… ¡Quién puede saberlo! Aparentemente, hasta  hoy, nadie.

Tiempos de Cruz, la cruz de la enfermedad, como toda cruz precisa para ser llevada, del acompañamiento y ayuda de los hermanos  (como el Cirineo de Jesús), precisa ser aceptada, confiando en las palabras del Señor: «Vengan a mí los que están cansados y agobiados y yo los aliviaré…». La aceptación y la confianza en la Palabra es fuente de paz que nos ayuda a transitar la propia enfermedad y ayudar a otros a sobrellevarla. Pero hay un camino «más perfecto», el que nos permite permanecer de pie e incluso sostener la fidelidad a los que amamos aún más allá de la muerte, como lo hizo la Magdalena, y esa actitud es el amor.

En tiempos de pandemia y aislamiento, ante la Cruz de la enfermedad, que el Señor nos conceda una fe inquebrantable  en que Él es el Señor de la Vida, la esperanza en que todo pasará y Él, Dios de toda sabiduría y conocimiento  acompaña a quienes luchan día a día para encontrar la salida de una cura para este mal que nos duele y nos  aqueja. Y un amor tan grande que podamos permanecer de pie ante la cruz de los hermanos, y nuestra propia cruz. Confiados en Aquel que resucitó a Jesús y que, en esta vida y en la otra, siempre es y será nuestro alivio y  nuestro reposo: «Padre, todo lo puedes, si es posible, pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya». Aceptar, confiar, amar con fe en aquel que es Señor de la Historia, Señor de la Vida, es lo que nos permitirá transitar esta etapa con paz y ser capaces de comprensión y misericordia con todos nuestros hermanos.

     Al final, el abandono y la aceptación de Jesús  culminó en la Resurrección. Esa es nuestra fe y la causa de nuestra eterna alegría, superior a cualquier circunstancia.

     «Creemos, Señor, pero aumentá nuestra  fe». Para que por encima de todo, prevalezcan nuestra paz y nuestra alegría.

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